viernes, 26 de junio de 2015

Lugar de Piedras


 “Así descrito se antoja inexistente, un dislate, una alegoría. Sin embargo no es así. No fue así. Existió en este mundo, en ese tiempo, en aquel espacio.”

Entre la memoria y el olvido, la razón intuye lo que en realidad ha sido: viajar a una dimensión desconocida.

Debí haberme dado cuenta al percibir ese olor azufroso, insoportable al principio e indetectable enseguida. Han tenido que pasar casi cuatro décadas para percibir con meridiana nitidez, las hondas huellas que ha dejado ese hiato en el tiempo. Réplicas de la mitología, crónicas bíblicas, hazañas épicas ocurriendo en ese estado narcoléptico sin traumas, ni secuelas, ni adicciones. Ocurrió en un espacio brumoso, durante un período incierto, dentro de alguna vaporosa escena, en un relato mágico. De límites indefinidos; esa experiencia onírica de la que el alma despierta con la sensación de haber viajado sin equipaje y haber encontrado precaria plenitud.

Se asciende por esa angosta carretera, entre la bruma, donde se adivinan paredes de verde vegetación y lluvia pálida. El viaje se extiende desde eso que Thomas Mann ha descrito como “el país llano” hasta el “Berghoff”. No es Hans Castorp ni tampoco lo son sus motivos. No será un viaje de placer. Es, con esas diferencias salpicadas de paralelismos, una transición, una transformación que deja atrás la arrebolada inconsciencia de la juventud, a la inconsistencia de una edad más adulta.

La carretera se convierte en calles oscuras y éstas en sendero. El sendero se vuelve glorieta, la glorieta se vuelve en castillo chato donde habita Medusa. Esa, quien a su pesar y a su placer arropa nuevos inquilinos. Esa, cuyos otros nombres evocan al oficio mortuorio, imposta una enigmática sonrisa de bienvenida. Más allá, en el remolino febril, están los mortales. Hilando, felices y sin descanso, capullos de largos filamentos y telarañas de brillante textura, vigilados apaciblemente por los dioses y los semidioses del Olimpo. Entre ellos está ese personaje al que llamaremos Stammeln. Iracundo, limitado; implorando a los mortales permanecer ciegos a los encantos de su progenie. Porta en sus manos, el atado de rayos con los que pretende fulminar a aquellos que se apartan de sus designios. Los labios atoran las palabras que salen de la boca. A Stammeln, lo transforma la magia del lugar. No provoca temor, provoca esperanza en los mortales. La esperanza - casi cierta por la torpeza de Stammeln - de poder convertirse en dioses algún día.

Como en todo reino de fantasía, también existe un juglar. Este juglar tiene la sonrisa del gato. No de un gato cualquiera ni tampoco es una sonrisa vulgar. Él tiene la sonrisa que puede intuirse del gato de Cheshire, el del país de las Maravillas. El juglar, como el Gato de Cheshire, aparece y desaparece a voluntad, dejando sólo su sonrisa flotando y a esos espíritus del país llano a merced de la Reina de Corazones. Pero no importa. El juglar, el Gato de Cheshire, solo está para divertir a Stammeln.

Desde el remolino febril, arranca una vereda flanqueada por árboles enanos que conduce hasta el primer cielo. Después de un meandro de ralo asfalto, se vigila la entrada. Sólo los elegidos, los dioses o semidioses tienen la bienvenida franca.   Acá habitan los semidioses. En cada casa hay un jardín. En cada jardín, en su centro, un arbusto saturado de serpientes que, habitando entre las piedras, bajan por las noches anidándose en sus ramas. Cada casa es el paraíso perfecto. Las mujeres no son seducidas por las serpientes. Los semidioses no han sido seducidos por sus mujeres. El sudor de su frente ha sido redimido. El trabajo es un placer y las mujeres gozan el dolor de sus partos. La mayor tragedia ha ocurrido cuando un perro guardián ha preñado a la perra favorita de Mefistófeles, uno de los elegidos habitantes del primer cielo.

La métrica del tiempo y del espacio es diferente e irrelevante. Las horas tienen minutos dispares. Algunas tienen minutos más largos. Transcurren con mayor lentitud. Los días y las fechas en el calendario brincotean de atrás para adelante. Se reducen, se empequeñecen, se disuelven. Los espacios y las distancias no se transitan. Éstos son los que atraviesan la carne y los huesos de sus habitantes.

Hay otro cielo después del primero. Ese, de similar naturaleza, circunscribe a un mar verde, con lunares más verdes, en donde elegidos, dioses y semidioses se divierten golpeando con placer infantil, blancas y cacarizas pelotitas con motivo de conversaciones, misterios, oraciones, frases, recuerdos, infancia. El juego de la vida. El terreno en el que se asoman al mundo con ironía, con sarcasmo y a veces hasta con burla.

Enfocando un poco, tal vez se distinga a la pequeña caravana de pequeños hombres saliendo de sus pequeñas cabañas. No existe Blanca Nieves, por ello es mágico intuir a Sabiondo, a Gruñón, a Tontín y a Dormilón cantando, chocando los pies en el aire al brincar bailando hacia los túneles en donde se ven cubiertos de una blanca fibra; tan brillante, tan pura, que resulta difícil entender su procedencia.

De vez en cuando, de un monstruo alado, desciende un mago. Además del idioma regular, habla en un dialecto que pocos entienden. Insiste en probar sus leyes en la idiosincrasia de dioses y semidioses en ese pétreo Olimpo. El mago intenta exorcizar con sus hechizos y sus fórmulas mágicas los coletazos, las lenguas de fuego y el vuelo de los monstruos y dragones a los que los mortales, los dioses y semidioses se enfrentan con denuedo en alternativos episodios de calma y furia.

Ahí la gloria proviene de someter, de dominar a esos monstruos, a esas bestias de mil cabezas  cuyo destino es engullir la corteza de los árboles, impregnarla en la acidez de su saliva, de triturarla con las navajas en sus dientes, de digerirla en sus metálicos estómagos inundados de líquidos sulfurosos, hasta convertirla en dorado fluido viscoso.

Hay un lugar de aguas cristalinas. Todos estarán advertidos desde su primer advenimiento. Ese será el único mandamiento. “No beberás agua de este manantial, sin atenerte a las consecuencias”. Se extiende desde la desvanecida guirnalda pétrea hasta los límites del país llano. Sus aguas son azules, tranquilas, transparentes. Cubren las piedras cuando las piedras han de ser cubiertas. Es el lugar a cuyas riberas se dan cita las vestales, las valquirias, las sacerdotisas; en blancos atuendos para recibir a los druidas, a los vikingos, a los guerreros águila, a los guerreros tigre. Ellas son hermosas, virtuosas, de cualidades sin fin. Ellos van con la ilusión de elegir y regresan con la certeza de haberlo hecho. Felizmente no se han dado cuenta de que han sido atraídos para ser elegidos.

Regresar en estas líneas a ese tiempo, a ese espacio, es reivindicarlo como una poesía en donde la rima es el lugar. Es una pintura de oleos encendidos cuyo tema es la placidez. Es una obra literaria en donde los sintagmas y las metonimias son los personajes y los paisajes. Es una novela sin protagonistas, sin historia, sin trama, sin fantasma. Así descrito se antoja inexistente, un dislate, una alegoría. Sin embargo no es así. No fue así. Existió en este mundo, en ese tiempo, en aquel espacio.

Sus habitantes y sus paisajes no son homogéneos. Hay diferencias en carácter, en habilidades, en texturas, en cualidades. Los defectos se atenúan y las diferencias se desenfocan bajo el velo sutil de la armonía. Encuentran su lugar en ese espacio amplio donde todo tiene una razón de ser y donde todo parece ser necesario.  Existe el que canta, la pared que divide, la fuente que refresca, la voz que inspira y el amor que arrebata.

Tal vez - aventuro esta inútil hipótesis - la razón, la causa de esta insólita magia, es que al conjunto de sus habitantes lo compone una nutrida proporción de aprendices de brujo. Poseen los secretos de la materia, de la energía y de la relación entre ellos. Aspiran matemáticas y exhalan soluciones. Pergeñan estrategias, revisan rutas y caminos por los que hay que transitar en ese pequeño universo abundante en piedras y manantiales. Intuitivamente han construido un alambique mágico en el que destilan los aromas y las esencias, separando éstas y aquellas, del distópico y pestilente fango, encajándolo, enterrándolo más allá del país llano. En el fango se revuelven las envidias y las soberbias. Las lujurias y las iras. Las avaricias y las gulas. Así, en plural. Porque son iguales por su naturaleza pero distintas por su procedencia.

En su tejido, en los pliegues de este espacio hay incrustados mitos y leyendas. Como la de Himmelsstrich, aquel dios mayor cuya memoria era tan portentosa que atravesaba las barreras cronológicas. Cada vez, al regresar al Olimpo pétreo, llamaba por su nombre a todos, aún a los que jamás había visto.  Cada piedra, cada grieta, cada pared tenía su nombre. Himmelsstrich los conocía todos. En su cerebro se acomodaba el mapa del Universo.

Existió también Gottenklein, aquel que rehusó ser elegido y se empeñó en convertirse en elector. Soñó vívidamente que lo conseguía y despertó el enojo en un sueño de Stammeln. En el sueño de Stammeln, Lärmend, pariente lejano de Gottenklein, habría raptado y deshonrado a Sabina, la prometida de Hermes Ingenui, hijo de Stammeln. Al despertar, Stammeln coronó a Gottenklein con ramas de olivo, casó a Sabina con Hermes y desterró a Lärmend al país llano. Para Stammeln sólo ha sido un mal sueño. Para el Olimpo, Lärmend volvió en leyenda.

Lugar de piedras. Rugosidades que sobresalen con natural ocurrencia en este espacio. No son como las de Stonehenge, ni como las que se apilan en Chichén, o las percibidas en Giza; construidas por los mortales para sus dioses. Estas piedras, las de este lugar, han sido engendradas por Curicaveri, el dios fuego. Paridas y amamantadas por Cuerahuáperi, la diosa luna. Los dioses purépechas las han concebido para sus hijos los mortales. Aquel que se ha quedado, o aquel que se ha ido, habiendo estado ahí, tendrá girones de su alma atorados en esas piedras.

En el Universo, en el Cosmos, en donde todo es energía, es espacio y es tiempo; la realidad es intangible. Es un constructo mental incrustado, originado, impuesto; por los principios de la antropía. En suma: la realidad es percepción. Si entonces no fue así, y ahora lo percibimos diferente, entonces, el inamovible pasado ha cambiado.

José Antonio Medina Romo
Zapopan, Jalisco, México

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