Recluida en
casa del padre predicador, Juana de Acosta encontró una quietud intermitente.
Tenía paz a veces cuando don Joseph de Castro no le recordaba entre lamentos su
situación y la del convento con tantas necesidades. Incomunicada, no sabía de
Juan Saravia y al recordarlo sus ojos lloraban mostrando la desazón de su alma.
¿Por qué le habría hecho caso?
Dos semanas
después de recibidas las instrucciones del arcediano de la Peña, para desahogar
los testimonios y declaraciones necesarias, el señor cura Perea viajó hasta
Charcas en compañía de Joseph de Baena el notario nombrado a la muerte de
Balthasar Delgado. Muy temprano un lunes, después de maitines, se encaminaron
con el sol por levante hacia la iglesia de Nuestra Señora de las Charcas. El
viaje de 15 leguas hacia el norte, penoso por la lluvia, el lodo y el pésimo
estado del camino fue todavía más incómodo porque la carreta era pesada, demasiado
grande para los tres tripulantes, incluido el carretero, pero era la única que
estaba en condiciones de uso. Les tomó todo un día de incomodidades y fatigas llegar
hasta allá, pero al cura no le importó. Eso no sería nada comparado con las
públicas humillaciones que recibiría si, por alguna razón, el caso enojara o
dejara insatisfecho a don Balthasar de la Peña.
El había
estado en Guadalajara cuando el arcediano mandó que un tal Pedro de Agúndiz
abogado y otro Miguel de Lezama, procurador, fuesen a la puerta de la Catedral
y allí, públicamente, sin capas ni sombreros, los absolvió dándoles con unas
varas mientras duró la absolución, que recibían por su oprobiosa participación
en la causa de Pedro Gutiérrez de Radillo, vecino de Sayula, por amancebamiento
con mujer soltera. Aunque el arcediano había sido reconvenido por tal
despropósito, el cura Perea no descartaba que se le ocurriera cosa semejante.
Un año
antes, el mismo rey Felipe reconvenía al virrey conde de Paredes para que
llamara al orden al arcediano de la Peña y al mismo obispo Juan de Santiago de
León Garabito por acusar y sentenciar al teniente de capitán general de
Zacatecas Diego de Medrano por vivir amancebado con mujer viuda, haciéndoles
notar a los tres que el susodicho Medrano gozaba de fuero militar. El arcediano
era muy celoso de la vida sacramental de sus feligreses, en especial la del
matrimonio. Este celo le llevó a los bordes de la destitución por los autos
realizados para despojar a Cristóbal Cesati del oficio de Alcalde mayor de la
villa de Nuestra Señora de la Asunción de las Aguascalientes. El motivo que
esgrimió el arcediano en estos autos fue haberse casado con Úrsula de Casillas,
enviando testimonios que versaban sobre las circunstancias de este matrimonio y
averiguaciones sobre la calidad, nacimiento y costumbres de ella, su madre y
hermanas, en descrédito de Cristóbal Cesati y su familia. En una real cédula
fechada el 19 de noviembre de 1681, el mismísimo rey don Felipe II, ordenaba
que el provisor Baltasar de la Peña y Medina quemara los autos y la copia en
poder del notario por ser escandalosos y contrarios a la piedad cristiana y “...destituir al provisor Baltasar de la Peña y Medina
de su cargo si aún continúa en él, por hacer una información infamatoria”.
Pensando en
la naturaleza y carácter del temible arcediano, el señor Cura Perea se aprestó
a cumplir sus recomendaciones. Preguntar y repreguntar a testigo tras testigo
usando un poco de persuasión y un mucho de intimidación.
¿Quién sabe?
A lo mejor tenía habilidades de inquisidor. A lo mejor algún día le nombrarían
comisario o delegado del Santo Oficio. Habría que empezar a practicar.
Don
Christóbal decidió que su primer interrogatorio sería a Juana de Acosta. Debía
estar seguro de la sinceridad de sus dichos y de sus lágrimas. Había leído los
dos testimonios anteriores; el primero ante el padre predicador de Castro y el
segundo ante el notario Delgado, en ellos, Juana se había declarado inocente,
pero en realidad dichos procedimientos no habían sido lo suficientemente
inquisitoriales para saberlos ciertos.
Así el
notario Baena asienta en los libros matrimoniales que en 14 de octubre del año
de 1683, en el real de Nuestra Señora de las Charcas, el señor cura Perea hizo
comparecer a una mujer para recibirle declaración y juramento que la susodicha
hizo por Dios nuestro señor y por la señal de la cruz, prometiendo decir
verdad.
Sorprendentemente
a la primera pregunta sobre si conocía a Nicolás Pérez, Juana declaró que si,
que lo conocía “de vista, trato y
comunicación” desde
hacía dos años más o menos, lo que contradecía a sus anteriores testimonios. Juana
declaró que Nicolás Pérez frecuentaba la casa de María García, india natural y
vecina de ese real, donde ella vivía y con el susodicho Nicolás “parlaba” a menudo y se trataban con familiaridad diciéndole éste palabras
cariñosas como “mi alma” y “obras
de ese género”, juntando
muchas veces su cara con la suya con ósculos y amplexos (abrazos), públicamente
como lo fue en una ocasión frente a Lorenzo de Thevor, español, vecino de este
real y en otra delante de Juan de Saravia y de Antonio Gutiérrez, español.
También lo había hecho delante de María García, donde ella vivía, y ella condescendía a dichos amplexos porque
sabía que Nicolás Pérez era hermano de Juan de Saravia y lo hacía sin malicia.
A preguntas subsecuentes Juana contestó que era falsa la aseveración de haber
cometido “actos torpes” con Nicolás Pérez, que nunca le había
declarado su amor por palabras o a través de otros actos. Declaró que supo que
Nicolás Pérez era hermano de Juan de Saravia y que dicho Nicolás Pérez sabía
que tenía ilícita comunicación y actos torpes con Juan de Saravia quien le dio
palabra de casamiento y ella de fidelidad. De esto puso por testigo a Lorenzo
de Thevor quien supo todo esto cuando ocurrió. Al final juró que esta era la
verdad y concluyó diciendo que era mestiza de 15 años de edad.
Ese mismo
día el 14 de octubre, el cura Perea dispuso que Juana de Acosta fuese
depositada en casa de Nicolás de Orozco y su esposa María de Ahumada; “...que la tengan en toda guarda y custodia sin
permitirle hablar con Juan de Saravia, ni con Nicolás Pérez, ni con otras
personas de quien se pueda presumir inducción de partes”. Así lo redactó el notario Baena y lo firmó
el cura Perea. Al calce firmó también Nicolás de Orozco, a manera de estar de
acuerdo en el contenido y tal vez, como un recibo de la propia Juana, de sus
virtudes y sus pecados, y de la mucha o poca honra que le quedara.
Por la
noche, don Christobal de Perea rezó las horas, y después de vísperas se retiró
al claustro que el padre predicador le había preparado. Con el primer
interrogatorio inquisitorial había conseguido que la dicha Juana cambiara su
declaración y aunque no admitía relación ilícita alguna con Nicolás, el cura
había conseguido los nombres de dos testigos más: Lorenzo de Thevor y Antonio
Gutiérrez. Pregunta y repregunta. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? y ¿Quiénes son los
testigos de tus dichos? La delación y la incomunicación eran las armas favoritas
del Santo Oficio. El objetivo era castigar el pecado, la mentira y la
indecencia. La recompensa: la redención, el perdón y el cielo.
A esas
mismas horas, Juana entraba a su nueva prisión en casa de Nicolás de Orozco. El
cura le dijo que pensara en otras cosas más para defenderse porque, así como
estaban las cosas, su caso estaba perdido. Sus ojos se llenaron de lágrimas,
entre dolor, tristeza y rabia. ¿En dónde estaba y que hacía Juan de Saravia? ¿Por
qué le había hecho caso?