jueves, 10 de junio de 2021

Las caras de Juana - parte III

Recluida en casa del padre predicador, Juana de Acosta encontró una quietud intermitente. Tenía paz a veces cuando don Joseph de Castro no le recordaba entre lamentos su situación y la del convento con tantas necesidades. Incomunicada, no sabía de Juan Saravia y al recordarlo sus ojos lloraban mostrando la desazón de su alma. ¿Por qué le habría hecho caso?

Dos semanas después de recibidas las instrucciones del arcediano de la Peña, para desahogar los testimonios y declaraciones necesarias, el señor cura Perea viajó hasta Charcas en compañía de Joseph de Baena el notario nombrado a la muerte de Balthasar Delgado. Muy temprano un lunes, después de maitines, se encaminaron con el sol por levante hacia la iglesia de Nuestra Señora de las Charcas. El viaje de 15 leguas hacia el norte, penoso por la lluvia, el lodo y el pésimo estado del camino fue todavía más incómodo porque la carreta era pesada, demasiado grande para los tres tripulantes, incluido el carretero, pero era la única que estaba en condiciones de uso. Les tomó todo un día de incomodidades y fatigas llegar hasta allá, pero al cura no le importó. Eso no sería nada comparado con las públicas humillaciones que recibiría si, por alguna razón, el caso enojara o dejara insatisfecho a don Balthasar de la Peña.

El había estado en Guadalajara cuando el arcediano mandó que un tal Pedro de Agúndiz abogado y otro Miguel de Lezama, procurador, fuesen a la puerta de la Catedral y allí, públicamente, sin capas ni sombreros, los absolvió dándoles con unas varas mientras duró la absolución, que recibían por su oprobiosa participación en la causa de Pedro Gutiérrez de Radillo, vecino de Sayula, por amancebamiento con mujer soltera. Aunque el arcediano había sido reconvenido por tal despropósito, el cura Perea no descartaba que se le ocurriera cosa semejante.

Un año antes, el mismo rey Felipe reconvenía al virrey conde de Paredes para que llamara al orden al arcediano de la Peña y al mismo obispo Juan de Santiago de León Garabito por acusar y sentenciar al teniente de capitán general de Zacatecas Diego de Medrano por vivir amancebado con mujer viuda, haciéndoles notar a los tres que el susodicho Medrano gozaba de fuero militar. El arcediano era muy celoso de la vida sacramental de sus feligreses, en especial la del matrimonio. Este celo le llevó a los bordes de la destitución por los autos realizados para despojar a Cristóbal Cesati del oficio de Alcalde mayor de la villa de Nuestra Señora de la Asunción de las Aguascalientes. El motivo que esgrimió el arcediano en estos autos fue haberse casado con Úrsula de Casillas, enviando testimonios que versaban sobre las circunstancias de este matrimonio y averiguaciones sobre la calidad, nacimiento y costumbres de ella, su madre y hermanas, en descrédito de Cristóbal Cesati y su familia. En una real cédula fechada el 19 de noviembre de 1681, el mismísimo rey don Felipe II, ordenaba que el provisor Baltasar de la Peña y Medina quemara los autos y la copia en poder del notario por ser escandalosos y contrarios a la piedad cristiana y “...destituir al provisor Baltasar de la Peña y Medina de su cargo si aún continúa en él, por hacer una información infamatoria”.

Pensando en la naturaleza y carácter del temible arcediano, el señor Cura Perea se aprestó a cumplir sus recomendaciones. Preguntar y repreguntar a testigo tras testigo usando un poco de persuasión y un mucho de intimidación.

¿Quién sabe? A lo mejor tenía habilidades de inquisidor. A lo mejor algún día le nombrarían comisario o delegado del Santo Oficio. Habría que empezar a practicar.

Don Christóbal decidió que su primer interrogatorio sería a Juana de Acosta. Debía estar seguro de la sinceridad de sus dichos y de sus lágrimas. Había leído los dos testimonios anteriores; el primero ante el padre predicador de Castro y el segundo ante el notario Delgado, en ellos, Juana se había declarado inocente, pero en realidad dichos procedimientos no habían sido lo suficientemente inquisitoriales para saberlos ciertos.

Así el notario Baena asienta en los libros matrimoniales que en 14 de octubre del año de 1683, en el real de Nuestra Señora de las Charcas, el señor cura Perea hizo comparecer a una mujer para recibirle declaración y juramento que la susodicha hizo por Dios nuestro señor y por la señal de la cruz, prometiendo decir verdad.

Sorprendentemente a la primera pregunta sobre si conocía a Nicolás Pérez, Juana declaró que si, que lo conocía “de vista, trato y comunicación” desde hacía dos años más o menos, lo que contradecía a sus anteriores testimonios. Juana declaró que Nicolás Pérez frecuentaba la casa de María García, india natural y vecina de ese real, donde ella vivía y con el susodicho Nicolás “parlaba” a menudo y se trataban con familiaridad diciéndole éste palabras cariñosas como “mi alma” y “obras de ese género”, juntando muchas veces su cara con la suya con ósculos y amplexos (abrazos), públicamente como lo fue en una ocasión frente a Lorenzo de Thevor, español, vecino de este real y en otra delante de Juan de Saravia y de Antonio Gutiérrez, español. También lo había hecho delante de María García, donde ella vivía, y  ella condescendía a dichos amplexos porque sabía que Nicolás Pérez era hermano de Juan de Saravia y lo hacía sin malicia. A preguntas subsecuentes Juana contestó que era falsa la aseveración de haber cometido “actos torpes” con Nicolás Pérez, que nunca le había declarado su amor por palabras o a través de otros actos. Declaró que supo que Nicolás Pérez era hermano de Juan de Saravia y que dicho Nicolás Pérez sabía que tenía ilícita comunicación y actos torpes con Juan de Saravia quien le dio palabra de casamiento y ella de fidelidad. De esto puso por testigo a Lorenzo de Thevor quien supo todo esto cuando ocurrió. Al final juró que esta era la verdad y concluyó diciendo que era mestiza de 15 años de edad.

Ese mismo día el 14 de octubre, el cura Perea dispuso que Juana de Acosta fuese depositada en casa de Nicolás de Orozco y su esposa María de Ahumada; “...que la tengan en toda guarda y custodia sin permitirle hablar con Juan de Saravia, ni con Nicolás Pérez, ni con otras personas de quien se pueda presumir inducción de partes”. Así lo redactó el notario Baena y lo firmó el cura Perea. Al calce firmó también Nicolás de Orozco, a manera de estar de acuerdo en el contenido y tal vez, como un recibo de la propia Juana, de sus virtudes y sus pecados, y de la mucha o poca honra que le quedara.

Por la noche, don Christobal de Perea rezó las horas, y después de vísperas se retiró al claustro que el padre predicador le había preparado. Con el primer interrogatorio inquisitorial había conseguido que la dicha Juana cambiara su declaración y aunque no admitía relación ilícita alguna con Nicolás, el cura había conseguido los nombres de dos testigos más: Lorenzo de Thevor y Antonio Gutiérrez. Pregunta y repregunta. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? y ¿Quiénes son los testigos de tus dichos? La delación y la incomunicación eran las armas favoritas del Santo Oficio. El objetivo era castigar el pecado, la mentira y la indecencia. La recompensa: la redención, el perdón y el cielo.

A esas mismas horas, Juana entraba a su nueva prisión en casa de Nicolás de Orozco. El cura le dijo que pensara en otras cosas más para defenderse porque, así como estaban las cosas, su caso estaba perdido. Sus ojos se llenaron de lágrimas, entre dolor, tristeza y rabia. ¿En dónde estaba y que hacía Juan de Saravia? ¿Por qué le había hecho caso?


jueves, 3 de junio de 2021

Las caras de Juana - parte II


El destino de Juana, el deseo de contraer matrimonio y empezar una vida diferente, dependía de la voluntad de un lejano eclesiástico envuelto en una de las sotanas que se agitaban al atravesar los pasillos de la sagrada mitra de Guadalaxara de Ultramar.

El testimonio de Nicolás Pérez había sido contundente. Afirmaba haber tenido relaciones con Juana de Acosta aunque ella lo negaba. El notario Delgado y el cura Perea no sabían que hacer, por ello esperaban que el arcediano de la catedral de Guadalajara, don Balthasar de la Peña les indicara el camino. Es bien sabido que un arcediano es más sabio y docto que un simple cura, por más juez eclesiástico que fuera. El cura Perea no podía imaginar el castigo divino que le caería si por alguna perversa maniobra del demonio autorizara una unión incestuosa o que, por el contrario, su decisión estorbara el matrimonio que Juana de Acosta necesitaba para salvar su honra y su alma.

Perea y Delgado esperaban confiados a que la sabia decisión del arcediano de la Peña llegara. Con eso, la moral, las buenas costumbres y sobre todo el cumplimiento de las ordenanzas de nuestra santa madre iglesia prevalecerían en estos tiempos de laxitud y poco recato. Cualquiera que fuera la decisión del arcediano, ellos se lavarían las manos en el mismo chorro de agua en el que se las lavó Pilatos en tiempos de la pasión de Jesucristo.

Juana de Acosta llegó a Charcas desde las minas de Sombrerete cuando tenía trece años, desamparada, huérfana de padre y madre. Una mañana, cuando tenía seis o siete, se despertó con el llanto quedito de su mamá. Su papá había muerto en la madrugada. Una larga enfermedad, de esas que matan con lentitud, le había ennegrecido la boca y le había arrancado los dientes, le había enloquecido el entendimiento y le había secado las carnes hasta convertirlo en esqueleto. Era de esas enfermedades que les daba a los mineros. Su madre siguió con la vida, cuidando de sus hijos, sirviendo a otros mineros y en otras casas hasta que también otro día en un mes de mayo se murió de repente.

 En el real de Charcas, María, una india ladina en lengua mexicana y su hijo Manuel la habían acogido en su familia. Manuel la trataba como su hermana y Juana consideraba a María como su madre. La niña, alegre y servicial, se granjeaba la consideración de propios y extraños tanto así que a doña María de Ahumada, la mujer de don Nicolás de Orozco, señora difícil de agradar, le parecía que Juana era una moza agraciada; muy limpia y trabajadora, no como todas las otras indias coyotas que conocía. Cuando Juana creció y se convirtió en una atractiva mujer, su vestimenta aún de niña, empezó a revelar en demasía su seductora anatomía. Al notar esto, María García, la india ladina que hablaba mexicano, le dio una severa reprimenda y otra ropa para que cubriera apropiadamente sus redondeces.

De los testimonios y declaraciones no se puede saber a ciencia cierta por qué algunos de los protagonistas de estos hechos, visitaban con regularidad e incluso pernoctaban por días en la vivienda de Juana. Saber esto habría aclarado un poco la oscuridad en lo ocurrido, aunque por el sordo escándalo provocado, una sospecha de inmoralidad podría explicar la férrea y tramposa oposición al matrimonio entre Juana de Acosta y Juan de Saravia.

La carta del predicador del convento de Charcas, don Joseph de Castro al cura Perea, sin fecha, había iniciado los interrogatorios y las declaraciones juradas, consignadas en el libro de la parroquia de Sierra de Pinos con el afán de que alguna de las partes se intimidara y se retractara o rectificara sus dichos. Pero no, no fue así. En realidad, eso complicó más la situación de la pobre Juana. En aquella carta el predicador dijo haber careado a las partes y que, aunque Nicolás se afirmó en sus dichos, lo hizo con “tan varias palabras que nunca conforma una cosa con otra”. En algunas ocasiones decía que lo había hecho ignorando que su hermano había tenido relaciones con Juana y en otras que lo hacía por evitar que Juan se casara con una coyota. A Juana en su cara, Nicolás le dijo que la había “gozado” y ella le respondió “con mucho sentimiento y con muchas lágrimas” que mentía y que, si se afirmaba en aquella mentira por estorbarle el casamiento, le hacía cargo de las ofensas que cometiera contra Dios, quedando su alma perdida. Como cada uno se afirmó en su dicho, el predicador quedó confuso, aunque le pareció que la moza hablaba con más eficacia y que decía la verdad. Por esa confusión y porque “…el mancebo que solicitaba el casamiento me venía cada día con muchas lágrimas a significar su desconsuelo” el predicador aconsejó presentar ante notario el caso y decidió también mandar esta carta al cura. Juzgaba que era preciso que el señor obispo pusiera su superior mano en el caso y que obrara como conviniere. Le urgía escribir esta carta porque tanto el notario como Nicolás Pérez insistían en que Juana fuera depositada en casa de un tal Cardona muy cercano a Nicolás.

 Aunque los días pasaron lentos, a poco formaron semanas. En las alforjas que venían en las diligencias, no aparecían despachos que contuvieran la respuesta de la catedral de Guadalaxara. Juana depositada en casa del reverendo padre predicador don Joseph de Castro, desesperaba.

Una mañana nublada de septiembre, la diligencia que llegaba desde Guadalajara los martes, trajo un sobre dirigido al cura, que entre otros papeles traía la respuesta de la sagrada mitra. Tres fojas llenas con apretada y oblicua caligrafía, escritas por el notario público don Gaspar Ramírez salieron de las alforjas y con presteza fueron entregadas en propia mano al señor cura don Christóbal de Perea. El notario Delgado, muy enfermo de pulmonía, llegó al curato para conocer del despacho. Entonces nadie podía saber que una semana después, don Balthasar moriría de esa fatal enfermedad.

El cura Perea, al leer el escrito recibido, supo que el señor licenciado don Balthasar de la Peña Medina además de sabio y docto en los cánones de nuestra santa madre iglesia, era un sobresaliente comisario del Santo Oficio de la Inquisición. Hasta ese momento el notario Delgado tomó conciencia de la poca pericia y mucha candidez con que habían manejado el caso. A partir de ahora tendría que ser iluminado bajo la meticulosa e inextinguible flama de la Santa Inquisición. En el escrito no había una decisión, resolución o sentencia; era una serie de recomendaciones para conducir una investigación inquisitorial. El arcediano escribió a detalle quien tendría que ser interrogado. A Nicolás Pérez había que preguntarle y repreguntarle delante del mismo cura y juez eclesiástico sin que supiera de las otras declaraciones, sobre sus dichos. “Que diga con precisión el tiempo en el que tuvo la cópula referida, en que parte y a que horas, si fue de día o de noche, que personas lo supieron en aquella ocasión y si después se lo comunicó a alguien después de haberlo hecho, quien empezó y si para ello precedió el que la requiriera, y que personas lo vieron, para que luego el vicario examine a los testigos que el susodicho cite, con la misma individualidad y detalle, para que digan en dónde lo vieron, en que tiempo, en donde, si lo oyó decir, a quien se lo oyó y quien estaba presente, para proceder así mismo a interrogarlos en la misma forma”. No quedaría nadie en este real de Charcas sin que fuera interrogado por el caso de Juana de Acosta y su pretendido matrimonio.

El arcediano en su escrito ordenó que había que interrogar de nuevo a Antonio de Orpinel y a Thomás Martínez con mayor profundidad, retando a sus fuentes y a su memoria, pidiendo confirmación y más testigos, y los testigos de los testigos rendirían declaración exhibiendo testigos de sus dichos. En todas estas declaraciones las respuestas a las preguntas, donde, a que horas, si de día o de noche, si lo oyó decir, a quien se lo oyó, tendrían que repetirse una y otra vez tanto como fuese necesario.

Si el cura Perea y el notario Delgado esperaban una pronta y sencilla resolución al diferendo, estaban equivocados. Mientras tanto Juana esperaba recluida en casa del reverendo padre predicador Joseph de Castro, incomunicada por órdenes expresas del señor arcediano de la catedral de Guadalaxara. El tono del comunicado era el de la Santa Inquisición, coronado con la escalofriante advertencia de relajar a los encontrados culpables al brazo secular por los delitos que se hubiesen cometido.

Los testimonios rendidos en los días posteriores, empezaron a cambiar la manera como los habitantes del real de Charcas veían a la pobre Juana quien, sin haber sido declarada culpable, estaba prisionera e incomunicada.


sábado, 29 de mayo de 2021

Las caras de Juana - parte I



En el real de nuestra señora de las Charcas jurisdicción de Sierra de Pinos, a finales del siglo XVII, en el año de 1683, Juana de Acosta, una moza mestiza de 15 años, en quien por sus pocos años no podía caber malicia, se convirtió en el centro de maledicencias, envidias, rencores y calumnias. Le arrebataron el honor y la virginidad bajo palabra de casamiento, y su nombre durante días y meses, se repitió en testimonios que salieron de bocas ligeras juzgando más allá de sus pecados. El final, no fue como en un episodio bíblico, aunque intervinieron curas, predicadores, notarios, arcedianos y obispos. La verdad simple y desnuda se enredó en el oscuro cabello de la hermosa mestiza.

 La historia empieza en abril de ese año, cuando Juan de Saravia natural de Charcas, declarándose hijo de la iglesia, solicita se le permita casarse con Juana de Acosta, natural de las minas de Sombrerete e hija legítima de Manuel de Acosta y de Pascuala de los Reyes. Al testificar Juan dijo no saber a ciencia cierta quienes eran sus padres y cuando le preguntaron si tenía o no parentesco con la dicha Juana de Acosta dijo “que a diferentes personas había oído decir que un hermano de este declarante había tenido comunicación ilícita con la dicha Juana de Acosta y que para enterarse de esto para saber si es verdad o no, se lo preguntó a la tal persona que dicen es su hermano y le dijo que si era verdad que había tenido comunicación ilícita con la dicha Juana de Acosta y que preguntándoselo este declarante a la dicha Juana de Acosta si era verdad que había tenido comunicación con el tal hombre, a quien tiene por su hermano el declarante, le dijo la dicha Juana de Acosta que era mentira y que tal comunicación ilícita no había tenido y ésta dijo ser la verdad de lo que sabe so cargo del juramento que tiene.”

Antonio de Ospinal, testigo de Juan de Saravia declaró que había oído decir que la susodicha Juana de Acosta había tenido comunicación ilícita con Nicolás Pérez, español que era conocido por hermano del dicho Juan de Saravia. Otro de nombre Thomas Martínez, español vecino de este real, declara que le ha oído decir al dicho Nicolás Pérez que es hermano de Juan Saravia y que le ha advertido que no trate de casarse con la dicha Juana de Acosta porque ha tenido él, comunicación ilícita con la susodicha. Esto, de ser cierto, era un impedimento para la boda porque al haber tenido cópula ilícita con su hermano, se convertía en su hermana.

El notario le comunica al cura don Christóbal de Perea esta situación para que la vea y juzgue. El cura suspende el trámite de matrimonio y le instruye al notario tomar testimonio a Nicolás Pérez. Otros testimonios más detallados, serán necesarios. Tinta corrió y mucha, en los meses siguientes, plasmando en los folios los repetidos testimonios que se sucedieron uno tras otro, sin que hubiera asunto diverso que interfiriera en los morbosos autos y declaraciones. Poco a poco, entre palabras y frases repetidas, verbos conjugados y adjetivos deslizados con intenciones diversas, la verdad fue emergiendo, avanzando entre veleidades, envidias, prejuicios y falsos recatos.

Nicolás Pérez depuso su testimonio en los días finales del mes de abril, ante don Balthasar Delgado notario público del real, bajo juramento ante Dios y la señal de la cruz, en forma de derecho so cargo del cual prometió decir verdad en lo que supiere y fuere preguntado y así dijo que conoce a Juana de Acosta de poco más o menos un año, y que es verdad que tuvo comunicación ilícita y actos torpes con la dicha Juana de Acosta solo una vez en un lugar que llaman La Zanja que está frente a la casa donde vive la dicha Juana de Acosta y que también conoce a Juan de Saravia de vista, trato y comunicación y que hacía como cuatro años que llegó a conocimiento del declarante que dicho Juan de Saravia era su hermano, y así mismo dijo este declarante que le preguntó al dicho Juan de Saravia si acaso tenía comunicación ilícita con la dicha Juana de Acosta porque este declarante pretendía la amistad de la dicha Juana de Acosta, le respondió el dicho Juan de Saravia que no iba a la casa de la dicha por mal y que bien podía solicitarla si quería, por cuya razón la solicitó y consiguió su gusto este declarante y que así mismo le preguntó a la dicha Juana de Acosta si tenía comunicación ilícita con el dicho Juan de Saravia y le respondió la dicha Juana de Acosta que no tenía comunicación ni la había tenido con el dicho Juan de Saravia y así mismo dijo este declarante que viendo que el dicho Juan de Saravia continuaba el ir a la casa de la susodicha le requirió y amonestó por muchas veces, que mirara que este declarante había tenido la amistad ilícita con la susodicha y que de no retirarse y apartarse de ella daría cuenta al señor cura ministro de doctrina, a cuya razón, respondió el dicho Juan de Saravia a este declarante que si era bestia para hacer tal cosa, y esta dijo ser la verdad so cargo de juramento...

 El mismo día en que lo hizo Nicolás Pérez, el “infra escripto” notario hizo comparecer ante él, a Juana de Acosta. Bajo juramento ella confesó conocer a Juan de Saravia de trato, vista y comunicación ilícita con palabra que le dio de casamiento, debajo de la cual violó su virginidad, por cuya causa le ha guardado fidelidad para que el dicho Juan de Saravia  le cumpla la palabra que le dio de casamiento, y así mismo dijo esta declarante que no conoce a Nicolás Pérez, ni sabe quién es. Al volver a preguntar si lo conocía de vista dijo que no, que no lo conocía, ni conoce y esta dijo ser la verdad de lo que sabe so cargo del juramento que tiene...

 Cuando a Juan de Saravia, el notario Delgado le volvió a tomar declaración, éste ratificó lo dicho por Juana de Acosta diciendo que la conocía de vista, trato y comunicación y a la cual violó su virginidad con palabra que le dio de casamiento y que está dispuesto a cumplírsela...

Al día siguiente el notario Delgado remite los autos en seis fojas al señor vicario y juez eclesiástico para que “su merced” determine lo que convenga.

Pues ande usted señor lector/a, que el vicario y juez eclesiástico mandó despachar los originales de los autos al mismísimo señor licenciado don Balthasar de la Peña y Medina, arcediano de la iglesia catedral de la ciudad de Guadalaxara, comisario del Santo Oficio de la Inquisición y de la Santa Cruzada, juez provisor oficial y vicario general del obispado del nuevo reino de Galicia, para que con su vista provea lo que convenga. Don Marcos Ruiz, notario nombrado, certifica que va en siete fojas numeradas y escritas en todo y en parte y qué de ello da fe.

 Con el aprecio y estimación, que sus muchas prendas de vuestra merced merecen, escribo esta carta ofreciéndome a su servicio solicitando su salud de vuestra merced y ofreciendo la mía, pronta siempre a sus órdenes y muy rendida a sus preceptos...” Así iniciaba la misiva que meses antes de los testimonios, el padre predicador del convento de Charcas, Joseph de Castro le dirigía al señor cura beneficiado, vicario y juez eclesiástico don Christóbal de Perea y que le entregó en propia mano Juan de Saravia. En esa misiva el padre predicador le recomendaba al cura, a los dos pobres mozos que pretendían casarse y le prevenía de la posible iniquidad del hermano del pretendiente, quien por oscuras razones quería estorbarles el casamiento. Explicaba el padre predicador que si la pretensa Juana había copulado con ese su hermano, existía el impedimento primero de consanguindad. Juana, desflorada por su pretendiente o por el presunto hermano de este, no podía casarse con él. Sería un monstruoso incesto de acuerdo a los cánones de nuestra santa madre iglesia. Juana en abril de 1683, no podía saber que lo que ahora empezaba, sería la menor de sus desdichas.

jueves, 27 de mayo de 2021

Los mil años de Hipnes Díaz

 


        Sucedió en el real de minas de Sierra de Pinos en el siglo XVII. Una historia de enamorados, cuyo interés radica en los obstáculos que los pretendientes deben salvar, revela la naturaleza de los prejuicios morales y religiosas de la época. La certeza del amor que  siente Hipnes Díaz por Pablo de Cardona es total, porque "...si mil años viviese le seguiría llamando como su marido". La historia comienza con una petición que reza así:

En el real de  minas de Sierra de Pinos en nueve de febrero del año de seis cientos y setenta, pareció Pablo de Cardona ante mí, fray Lorenzo Nieto, teniente de vicario, juez eclesiástico, por el ilustrísimo señor don Francisco Verdín y Molina obispo de este reino de la Galicia y provincial de [...] por comisión particular de su señoría ilustrísima y juntamente en el uso en dicha comisión teniente de cura, de dicho partido por el bachiller don Francisco de Rio Frío y Vega, cura propietario del dicho partido y su jurisdicción, y dijo que tenía tratado y concertado contraer matrimonio con Hipnes Días hija legítima de Pedro Días y de Josepha de Santiago y que temiendo el inconveniente que podía haber me suplicaba a mi dicho padre vicario me llegase a la hacienda llamada la Encina Colorada y que se lo declarase a los padres de dicha contrayente para con gusto suyo efectuar dicho matrimonio. Y de no [querer] me pedía le depositase a la dicha Hipnes porque era su mujer y que por tal se reconocían y nombraban. Y que esto es lo que pide jurando a Dios y a la santa cruz no ser de malicia esta su petición sino justicia que pide. Y le rogó a dicho padre firmar por él por no saber firmar. Rúbrica fray Lorenzo de Nieto.”

Hipnes vivía con sus padres en la hacienda de la Encina Colorada, quienes aparentemente no estaban de acuerdo en su relación con Pablo de Cardona, quien pidió ayuda a fray Lorenzo. La historia continúa así:

En dicho mes y año habiéndome partido para dicha diligencia llegué como al tiempo de las cuatro de la tarde a la hacienda llamada la Encina Colorada e inquiriendo a donde estaba una moza llamada Hipnes Días, pareció ante mi e interrogándole por el pedimento dijo que Pablo de Cardona era su marido y que por tal le reconocía y nombraba y fue publicándolo delante de sus padres. Y ya convenidos dichos padres de dicha contrayente, me rogó dicha Hipnes, la dejase en la de dichos sus padres porque aunque viviese mil años le llamaría a dicho Pablo por su legítimo marido, y estando en dicho real al cabo de [...] hice las informaciones según y cómo se verán a la vuelta de la hoja, presentándome dicho Pablo a mí, dicho padre vicario, los testigos necesarios para una y otra parte. Y así  firmé en dicho día, mes y año. Y proseguí las informaciones según y como manda el santo concilio. Ante mí y por mí: fray Lorenzo de Nieto.”

 Ustedes han de disculpar queridos lectores/as, pero este autor pensó que la historia de Hipnes Días había concluido, con feliz término para los contrayentes, pero páginas más adelante dentro de los registros matrimoniales, fray Lorenzo escribe:

“En once de febrero de mil y seis cientos setenta, habiendo leído una amonestación, supe que el padre, la madre y los hermanos de dicha Hipnes Días, [procuraban] impedir dicho matrimonio. Hice las diligencias que manda el santo concilio poniéndola en su libertad con el auxilio de la justicia por el peligro que podía haber y haciéndole nuevamente tres moniciones a dicha Hipnes y dijo [que] no se quería casar con el dicho Pablo de Cardona y volviéndola a su casa, al cabo de ocho días me llamó delante de testigos dicho Pablo de Cardona diciendo los casase por [que] el impedimento de los padres de la dicha lo estorbarían y tomándoles el juramento en casa de la dicha contrayente, declararon de entre ambas partes [que] era su voluntad de casarse y jura a Dios y a la Santa Cruz, Pablo de Cardona [que] era su mujer dicha Hipnes Días y también declaró la dicha [que] era su legítimo marido y que los casase, lo cual al instante los casé según como lo manda nuestra santa madre iglesia siendo testigos Juan de Carrión y Juan Díaz y por ser así verdad lo firmé en dicho mes y año. Ante mí y por mí: Fray Lorenzo de Nieto.”

 Casi ocho meses después se consigna el matrimonio de Hipnes y Pablo. En su redacción se entrevé la razón de la oposición de la familia. “En el real de minas de Sierra de Pinos, en cinco de octubre del año de mil seis cientos y setenta Fr. Lorenzo Nieto teniente de vicario y juez eclesiástico [...] casé y velé a Pablo de Cardona, hijo de la iglesia, con Hipnes Días, hija legítima de Pedro Días y Josepha de Santiago y por haber hecho las diligencias que manda el concilio. Lo firmé. Rúbrica: fray Lorenzo de Nieto.”

Ser “hijo de la iglesia” significaba que el niño era hijo de un sacerdote católico.

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