jueves, 3 de junio de 2021

Las caras de Juana - parte II


El destino de Juana, el deseo de contraer matrimonio y empezar una vida diferente, dependía de la voluntad de un lejano eclesiástico envuelto en una de las sotanas que se agitaban al atravesar los pasillos de la sagrada mitra de Guadalaxara de Ultramar.

El testimonio de Nicolás Pérez había sido contundente. Afirmaba haber tenido relaciones con Juana de Acosta aunque ella lo negaba. El notario Delgado y el cura Perea no sabían que hacer, por ello esperaban que el arcediano de la catedral de Guadalajara, don Balthasar de la Peña les indicara el camino. Es bien sabido que un arcediano es más sabio y docto que un simple cura, por más juez eclesiástico que fuera. El cura Perea no podía imaginar el castigo divino que le caería si por alguna perversa maniobra del demonio autorizara una unión incestuosa o que, por el contrario, su decisión estorbara el matrimonio que Juana de Acosta necesitaba para salvar su honra y su alma.

Perea y Delgado esperaban confiados a que la sabia decisión del arcediano de la Peña llegara. Con eso, la moral, las buenas costumbres y sobre todo el cumplimiento de las ordenanzas de nuestra santa madre iglesia prevalecerían en estos tiempos de laxitud y poco recato. Cualquiera que fuera la decisión del arcediano, ellos se lavarían las manos en el mismo chorro de agua en el que se las lavó Pilatos en tiempos de la pasión de Jesucristo.

Juana de Acosta llegó a Charcas desde las minas de Sombrerete cuando tenía trece años, desamparada, huérfana de padre y madre. Una mañana, cuando tenía seis o siete, se despertó con el llanto quedito de su mamá. Su papá había muerto en la madrugada. Una larga enfermedad, de esas que matan con lentitud, le había ennegrecido la boca y le había arrancado los dientes, le había enloquecido el entendimiento y le había secado las carnes hasta convertirlo en esqueleto. Era de esas enfermedades que les daba a los mineros. Su madre siguió con la vida, cuidando de sus hijos, sirviendo a otros mineros y en otras casas hasta que también otro día en un mes de mayo se murió de repente.

 En el real de Charcas, María, una india ladina en lengua mexicana y su hijo Manuel la habían acogido en su familia. Manuel la trataba como su hermana y Juana consideraba a María como su madre. La niña, alegre y servicial, se granjeaba la consideración de propios y extraños tanto así que a doña María de Ahumada, la mujer de don Nicolás de Orozco, señora difícil de agradar, le parecía que Juana era una moza agraciada; muy limpia y trabajadora, no como todas las otras indias coyotas que conocía. Cuando Juana creció y se convirtió en una atractiva mujer, su vestimenta aún de niña, empezó a revelar en demasía su seductora anatomía. Al notar esto, María García, la india ladina que hablaba mexicano, le dio una severa reprimenda y otra ropa para que cubriera apropiadamente sus redondeces.

De los testimonios y declaraciones no se puede saber a ciencia cierta por qué algunos de los protagonistas de estos hechos, visitaban con regularidad e incluso pernoctaban por días en la vivienda de Juana. Saber esto habría aclarado un poco la oscuridad en lo ocurrido, aunque por el sordo escándalo provocado, una sospecha de inmoralidad podría explicar la férrea y tramposa oposición al matrimonio entre Juana de Acosta y Juan de Saravia.

La carta del predicador del convento de Charcas, don Joseph de Castro al cura Perea, sin fecha, había iniciado los interrogatorios y las declaraciones juradas, consignadas en el libro de la parroquia de Sierra de Pinos con el afán de que alguna de las partes se intimidara y se retractara o rectificara sus dichos. Pero no, no fue así. En realidad, eso complicó más la situación de la pobre Juana. En aquella carta el predicador dijo haber careado a las partes y que, aunque Nicolás se afirmó en sus dichos, lo hizo con “tan varias palabras que nunca conforma una cosa con otra”. En algunas ocasiones decía que lo había hecho ignorando que su hermano había tenido relaciones con Juana y en otras que lo hacía por evitar que Juan se casara con una coyota. A Juana en su cara, Nicolás le dijo que la había “gozado” y ella le respondió “con mucho sentimiento y con muchas lágrimas” que mentía y que, si se afirmaba en aquella mentira por estorbarle el casamiento, le hacía cargo de las ofensas que cometiera contra Dios, quedando su alma perdida. Como cada uno se afirmó en su dicho, el predicador quedó confuso, aunque le pareció que la moza hablaba con más eficacia y que decía la verdad. Por esa confusión y porque “…el mancebo que solicitaba el casamiento me venía cada día con muchas lágrimas a significar su desconsuelo” el predicador aconsejó presentar ante notario el caso y decidió también mandar esta carta al cura. Juzgaba que era preciso que el señor obispo pusiera su superior mano en el caso y que obrara como conviniere. Le urgía escribir esta carta porque tanto el notario como Nicolás Pérez insistían en que Juana fuera depositada en casa de un tal Cardona muy cercano a Nicolás.

 Aunque los días pasaron lentos, a poco formaron semanas. En las alforjas que venían en las diligencias, no aparecían despachos que contuvieran la respuesta de la catedral de Guadalaxara. Juana depositada en casa del reverendo padre predicador don Joseph de Castro, desesperaba.

Una mañana nublada de septiembre, la diligencia que llegaba desde Guadalajara los martes, trajo un sobre dirigido al cura, que entre otros papeles traía la respuesta de la sagrada mitra. Tres fojas llenas con apretada y oblicua caligrafía, escritas por el notario público don Gaspar Ramírez salieron de las alforjas y con presteza fueron entregadas en propia mano al señor cura don Christóbal de Perea. El notario Delgado, muy enfermo de pulmonía, llegó al curato para conocer del despacho. Entonces nadie podía saber que una semana después, don Balthasar moriría de esa fatal enfermedad.

El cura Perea, al leer el escrito recibido, supo que el señor licenciado don Balthasar de la Peña Medina además de sabio y docto en los cánones de nuestra santa madre iglesia, era un sobresaliente comisario del Santo Oficio de la Inquisición. Hasta ese momento el notario Delgado tomó conciencia de la poca pericia y mucha candidez con que habían manejado el caso. A partir de ahora tendría que ser iluminado bajo la meticulosa e inextinguible flama de la Santa Inquisición. En el escrito no había una decisión, resolución o sentencia; era una serie de recomendaciones para conducir una investigación inquisitorial. El arcediano escribió a detalle quien tendría que ser interrogado. A Nicolás Pérez había que preguntarle y repreguntarle delante del mismo cura y juez eclesiástico sin que supiera de las otras declaraciones, sobre sus dichos. “Que diga con precisión el tiempo en el que tuvo la cópula referida, en que parte y a que horas, si fue de día o de noche, que personas lo supieron en aquella ocasión y si después se lo comunicó a alguien después de haberlo hecho, quien empezó y si para ello precedió el que la requiriera, y que personas lo vieron, para que luego el vicario examine a los testigos que el susodicho cite, con la misma individualidad y detalle, para que digan en dónde lo vieron, en que tiempo, en donde, si lo oyó decir, a quien se lo oyó y quien estaba presente, para proceder así mismo a interrogarlos en la misma forma”. No quedaría nadie en este real de Charcas sin que fuera interrogado por el caso de Juana de Acosta y su pretendido matrimonio.

El arcediano en su escrito ordenó que había que interrogar de nuevo a Antonio de Orpinel y a Thomás Martínez con mayor profundidad, retando a sus fuentes y a su memoria, pidiendo confirmación y más testigos, y los testigos de los testigos rendirían declaración exhibiendo testigos de sus dichos. En todas estas declaraciones las respuestas a las preguntas, donde, a que horas, si de día o de noche, si lo oyó decir, a quien se lo oyó, tendrían que repetirse una y otra vez tanto como fuese necesario.

Si el cura Perea y el notario Delgado esperaban una pronta y sencilla resolución al diferendo, estaban equivocados. Mientras tanto Juana esperaba recluida en casa del reverendo padre predicador Joseph de Castro, incomunicada por órdenes expresas del señor arcediano de la catedral de Guadalaxara. El tono del comunicado era el de la Santa Inquisición, coronado con la escalofriante advertencia de relajar a los encontrados culpables al brazo secular por los delitos que se hubiesen cometido.

Los testimonios rendidos en los días posteriores, empezaron a cambiar la manera como los habitantes del real de Charcas veían a la pobre Juana quien, sin haber sido declarada culpable, estaba prisionera e incomunicada.


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