El destino
de Juana, el deseo de contraer matrimonio y empezar una vida diferente,
dependía de la voluntad de un lejano eclesiástico envuelto en una de las
sotanas que se agitaban al atravesar los pasillos de la sagrada mitra de
Guadalaxara de Ultramar.
El
testimonio de Nicolás Pérez había sido contundente. Afirmaba haber tenido
relaciones con Juana de Acosta aunque ella lo negaba. El notario Delgado y el
cura Perea no sabían que hacer, por ello esperaban que el arcediano de la
catedral de Guadalajara, don Balthasar de la Peña les indicara el camino. Es
bien sabido que un arcediano es más sabio y docto que un simple cura, por más
juez eclesiástico que fuera. El cura Perea no podía imaginar el castigo divino
que le caería si por alguna perversa maniobra del demonio autorizara una unión
incestuosa o que, por el contrario, su decisión estorbara el matrimonio que
Juana de Acosta necesitaba para salvar su honra y su alma.
Perea y
Delgado esperaban confiados a que la sabia decisión del arcediano de la Peña
llegara. Con eso, la moral, las buenas costumbres y sobre todo el cumplimiento
de las ordenanzas de nuestra santa madre iglesia prevalecerían en estos tiempos
de laxitud y poco recato. Cualquiera que fuera la decisión del arcediano, ellos
se lavarían las manos en el mismo chorro de agua en el que se las lavó Pilatos
en tiempos de la pasión de Jesucristo.
Juana de
Acosta llegó a Charcas desde las minas de Sombrerete cuando tenía trece años, desamparada,
huérfana de padre y madre. Una mañana, cuando tenía seis o siete, se despertó
con el llanto quedito de su mamá. Su papá había muerto en la madrugada. Una
larga enfermedad, de esas que matan con lentitud, le había ennegrecido la boca
y le había arrancado los dientes, le había enloquecido el entendimiento y le había
secado las carnes hasta convertirlo en esqueleto. Era de esas enfermedades que
les daba a los mineros. Su madre siguió con la vida, cuidando de sus hijos,
sirviendo a otros mineros y en otras casas hasta que también otro día en un mes
de mayo se murió de repente.
De los
testimonios y declaraciones no se puede saber a ciencia cierta por qué algunos
de los protagonistas de estos hechos, visitaban con regularidad e incluso
pernoctaban por días en la vivienda de Juana. Saber esto habría aclarado un
poco la oscuridad en lo ocurrido, aunque por el sordo escándalo provocado, una
sospecha de inmoralidad podría explicar la férrea y tramposa oposición al
matrimonio entre Juana de Acosta y Juan de Saravia.
La carta del
predicador del convento de Charcas, don Joseph de Castro al cura Perea, sin
fecha, había iniciado los interrogatorios y las declaraciones juradas,
consignadas en el libro de la parroquia de Sierra de Pinos con el afán de que
alguna de las partes se intimidara y se retractara o rectificara sus dichos.
Pero no, no fue así. En realidad, eso complicó más la situación de la pobre
Juana. En aquella carta el predicador dijo haber careado a las partes y que, aunque
Nicolás se afirmó en sus dichos, lo hizo con “tan varias palabras que nunca
conforma una cosa con otra”.
En algunas ocasiones decía que lo había hecho ignorando que su hermano había
tenido relaciones con Juana y en otras que lo hacía por evitar que Juan se
casara con una coyota. A Juana en su cara, Nicolás le dijo que la había “gozado” y ella le respondió “con mucho
sentimiento y con muchas lágrimas” que mentía y que, si se afirmaba en aquella mentira por
estorbarle el casamiento, le hacía cargo de las ofensas que cometiera contra
Dios, quedando su alma perdida. Como cada uno se afirmó en su dicho, el
predicador quedó confuso, aunque le pareció que la moza hablaba con más
eficacia y que decía la verdad. Por esa confusión y porque “…el mancebo que
solicitaba el casamiento me venía cada día con muchas lágrimas a significar su
desconsuelo” el
predicador aconsejó presentar ante notario el caso y decidió también mandar
esta carta al cura. Juzgaba que era preciso que el señor obispo pusiera su
superior mano en el caso y que obrara como conviniere. Le urgía escribir esta
carta porque tanto el notario como Nicolás Pérez insistían en que Juana fuera
depositada en casa de un tal Cardona muy cercano a Nicolás.
Una mañana
nublada de septiembre, la diligencia que llegaba desde Guadalajara los martes, trajo
un sobre dirigido al cura, que entre otros papeles traía la respuesta de la
sagrada mitra. Tres fojas llenas con apretada y oblicua caligrafía, escritas
por el notario público don Gaspar Ramírez salieron de las alforjas y con
presteza fueron entregadas en propia mano al señor cura don Christóbal de
Perea. El notario Delgado, muy enfermo de pulmonía, llegó al curato para
conocer del despacho. Entonces nadie podía saber que una semana después, don
Balthasar moriría de esa fatal enfermedad.
El cura
Perea, al leer el escrito recibido, supo que el señor licenciado don Balthasar
de la Peña Medina además de sabio y docto en los cánones de nuestra santa madre
iglesia, era un sobresaliente comisario del Santo Oficio de la Inquisición. Hasta
ese momento el notario Delgado tomó conciencia de la poca pericia y mucha
candidez con que habían manejado el caso. A partir de ahora tendría que ser
iluminado bajo la meticulosa e inextinguible flama de la Santa Inquisición. En
el escrito no había una decisión, resolución o sentencia; era una serie de
recomendaciones para conducir una investigación inquisitorial. El arcediano
escribió a detalle quien tendría que ser interrogado. A Nicolás Pérez había que
preguntarle y repreguntarle delante del mismo cura y juez eclesiástico sin que
supiera de las otras declaraciones, sobre sus dichos. “Que diga con precisión el tiempo en el que tuvo la
cópula referida, en que parte y a que horas, si fue de día o de noche, que
personas lo supieron en aquella ocasión y si después se lo comunicó a alguien
después de haberlo hecho, quien empezó y si para ello precedió el que la
requiriera, y que personas lo vieron, para que luego el vicario examine a los
testigos que el susodicho cite, con la misma individualidad y detalle, para que
digan en dónde lo vieron, en que tiempo, en donde, si lo oyó decir, a quien se
lo oyó y quien estaba presente, para proceder así mismo a interrogarlos en la
misma forma”. No
quedaría nadie en este real de Charcas sin que fuera interrogado por el caso de
Juana de Acosta y su pretendido matrimonio.
El arcediano
en su escrito ordenó que había que interrogar de nuevo a Antonio de Orpinel y a
Thomás Martínez con mayor profundidad, retando a sus fuentes y a su memoria,
pidiendo confirmación y más testigos, y los testigos de los testigos rendirían
declaración exhibiendo testigos de sus dichos. En todas estas declaraciones las
respuestas a las preguntas, donde, a que horas, si de día o de noche, si lo oyó
decir, a quien se lo oyó, tendrían que repetirse una y otra vez tanto como
fuese necesario.
Si el cura
Perea y el notario Delgado esperaban una pronta y sencilla resolución al
diferendo, estaban equivocados. Mientras tanto Juana esperaba recluida en casa
del reverendo padre predicador Joseph de Castro, incomunicada por órdenes
expresas del señor arcediano de la catedral de Guadalaxara. El tono del
comunicado era el de la Santa Inquisición, coronado con la escalofriante
advertencia de relajar a los encontrados culpables al brazo secular por los
delitos que se hubiesen cometido.
Los
testimonios rendidos en los días posteriores, empezaron a cambiar la manera
como los habitantes del real de Charcas veían a la pobre Juana quien, sin haber
sido declarada culpable, estaba prisionera e incomunicada.
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