jueves, 10 de junio de 2021

Las caras de Juana - parte III

Recluida en casa del padre predicador, Juana de Acosta encontró una quietud intermitente. Tenía paz a veces cuando don Joseph de Castro no le recordaba entre lamentos su situación y la del convento con tantas necesidades. Incomunicada, no sabía de Juan Saravia y al recordarlo sus ojos lloraban mostrando la desazón de su alma. ¿Por qué le habría hecho caso?

Dos semanas después de recibidas las instrucciones del arcediano de la Peña, para desahogar los testimonios y declaraciones necesarias, el señor cura Perea viajó hasta Charcas en compañía de Joseph de Baena el notario nombrado a la muerte de Balthasar Delgado. Muy temprano un lunes, después de maitines, se encaminaron con el sol por levante hacia la iglesia de Nuestra Señora de las Charcas. El viaje de 15 leguas hacia el norte, penoso por la lluvia, el lodo y el pésimo estado del camino fue todavía más incómodo porque la carreta era pesada, demasiado grande para los tres tripulantes, incluido el carretero, pero era la única que estaba en condiciones de uso. Les tomó todo un día de incomodidades y fatigas llegar hasta allá, pero al cura no le importó. Eso no sería nada comparado con las públicas humillaciones que recibiría si, por alguna razón, el caso enojara o dejara insatisfecho a don Balthasar de la Peña.

El había estado en Guadalajara cuando el arcediano mandó que un tal Pedro de Agúndiz abogado y otro Miguel de Lezama, procurador, fuesen a la puerta de la Catedral y allí, públicamente, sin capas ni sombreros, los absolvió dándoles con unas varas mientras duró la absolución, que recibían por su oprobiosa participación en la causa de Pedro Gutiérrez de Radillo, vecino de Sayula, por amancebamiento con mujer soltera. Aunque el arcediano había sido reconvenido por tal despropósito, el cura Perea no descartaba que se le ocurriera cosa semejante.

Un año antes, el mismo rey Felipe reconvenía al virrey conde de Paredes para que llamara al orden al arcediano de la Peña y al mismo obispo Juan de Santiago de León Garabito por acusar y sentenciar al teniente de capitán general de Zacatecas Diego de Medrano por vivir amancebado con mujer viuda, haciéndoles notar a los tres que el susodicho Medrano gozaba de fuero militar. El arcediano era muy celoso de la vida sacramental de sus feligreses, en especial la del matrimonio. Este celo le llevó a los bordes de la destitución por los autos realizados para despojar a Cristóbal Cesati del oficio de Alcalde mayor de la villa de Nuestra Señora de la Asunción de las Aguascalientes. El motivo que esgrimió el arcediano en estos autos fue haberse casado con Úrsula de Casillas, enviando testimonios que versaban sobre las circunstancias de este matrimonio y averiguaciones sobre la calidad, nacimiento y costumbres de ella, su madre y hermanas, en descrédito de Cristóbal Cesati y su familia. En una real cédula fechada el 19 de noviembre de 1681, el mismísimo rey don Felipe II, ordenaba que el provisor Baltasar de la Peña y Medina quemara los autos y la copia en poder del notario por ser escandalosos y contrarios a la piedad cristiana y “...destituir al provisor Baltasar de la Peña y Medina de su cargo si aún continúa en él, por hacer una información infamatoria”.

Pensando en la naturaleza y carácter del temible arcediano, el señor Cura Perea se aprestó a cumplir sus recomendaciones. Preguntar y repreguntar a testigo tras testigo usando un poco de persuasión y un mucho de intimidación.

¿Quién sabe? A lo mejor tenía habilidades de inquisidor. A lo mejor algún día le nombrarían comisario o delegado del Santo Oficio. Habría que empezar a practicar.

Don Christóbal decidió que su primer interrogatorio sería a Juana de Acosta. Debía estar seguro de la sinceridad de sus dichos y de sus lágrimas. Había leído los dos testimonios anteriores; el primero ante el padre predicador de Castro y el segundo ante el notario Delgado, en ellos, Juana se había declarado inocente, pero en realidad dichos procedimientos no habían sido lo suficientemente inquisitoriales para saberlos ciertos.

Así el notario Baena asienta en los libros matrimoniales que en 14 de octubre del año de 1683, en el real de Nuestra Señora de las Charcas, el señor cura Perea hizo comparecer a una mujer para recibirle declaración y juramento que la susodicha hizo por Dios nuestro señor y por la señal de la cruz, prometiendo decir verdad.

Sorprendentemente a la primera pregunta sobre si conocía a Nicolás Pérez, Juana declaró que si, que lo conocía “de vista, trato y comunicación” desde hacía dos años más o menos, lo que contradecía a sus anteriores testimonios. Juana declaró que Nicolás Pérez frecuentaba la casa de María García, india natural y vecina de ese real, donde ella vivía y con el susodicho Nicolás “parlaba” a menudo y se trataban con familiaridad diciéndole éste palabras cariñosas como “mi alma” y “obras de ese género”, juntando muchas veces su cara con la suya con ósculos y amplexos (abrazos), públicamente como lo fue en una ocasión frente a Lorenzo de Thevor, español, vecino de este real y en otra delante de Juan de Saravia y de Antonio Gutiérrez, español. También lo había hecho delante de María García, donde ella vivía, y  ella condescendía a dichos amplexos porque sabía que Nicolás Pérez era hermano de Juan de Saravia y lo hacía sin malicia. A preguntas subsecuentes Juana contestó que era falsa la aseveración de haber cometido “actos torpes” con Nicolás Pérez, que nunca le había declarado su amor por palabras o a través de otros actos. Declaró que supo que Nicolás Pérez era hermano de Juan de Saravia y que dicho Nicolás Pérez sabía que tenía ilícita comunicación y actos torpes con Juan de Saravia quien le dio palabra de casamiento y ella de fidelidad. De esto puso por testigo a Lorenzo de Thevor quien supo todo esto cuando ocurrió. Al final juró que esta era la verdad y concluyó diciendo que era mestiza de 15 años de edad.

Ese mismo día el 14 de octubre, el cura Perea dispuso que Juana de Acosta fuese depositada en casa de Nicolás de Orozco y su esposa María de Ahumada; “...que la tengan en toda guarda y custodia sin permitirle hablar con Juan de Saravia, ni con Nicolás Pérez, ni con otras personas de quien se pueda presumir inducción de partes”. Así lo redactó el notario Baena y lo firmó el cura Perea. Al calce firmó también Nicolás de Orozco, a manera de estar de acuerdo en el contenido y tal vez, como un recibo de la propia Juana, de sus virtudes y sus pecados, y de la mucha o poca honra que le quedara.

Por la noche, don Christobal de Perea rezó las horas, y después de vísperas se retiró al claustro que el padre predicador le había preparado. Con el primer interrogatorio inquisitorial había conseguido que la dicha Juana cambiara su declaración y aunque no admitía relación ilícita alguna con Nicolás, el cura había conseguido los nombres de dos testigos más: Lorenzo de Thevor y Antonio Gutiérrez. Pregunta y repregunta. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? y ¿Quiénes son los testigos de tus dichos? La delación y la incomunicación eran las armas favoritas del Santo Oficio. El objetivo era castigar el pecado, la mentira y la indecencia. La recompensa: la redención, el perdón y el cielo.

A esas mismas horas, Juana entraba a su nueva prisión en casa de Nicolás de Orozco. El cura le dijo que pensara en otras cosas más para defenderse porque, así como estaban las cosas, su caso estaba perdido. Sus ojos se llenaron de lágrimas, entre dolor, tristeza y rabia. ¿En dónde estaba y que hacía Juan de Saravia? ¿Por qué le había hecho caso?


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